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Foto de Miguel Carballo, MEDITANDO, al lado de la Paca |
Ya visito el blog esta señora y su original local, con motivo del crimen (el del Bar Albino) allí ocurrido, hoy gracias a los recuerdos del amigo Miguel Carballo, tenemos la oportunidad de tomar una última copa en el que fue uno de los locales míticos del despertar de una generación.
"Yo pecador me confieso..."
La Paca era una taberna, un bar, un garito de la calle Lepanto, es una casa blasonada que hoy en día pena en ruinas a escasos metros de la catedral. Entrabas por una puerta azul de madera, a la derecha estaba la barra, tomada siempre por una manada de búfalos sedientos; a la izquierda unas mesas muy rudimentarias; luego un baño, de una y estrecha plaza, cuya minúscula puerta, aun menguada por un alevoso escalón de acceso, so pena de un buen terrazo, obligaba a una extraña genuflexión. Al fondo, en una zona de mayor privacidad, había un par de largas mesas de madera. Lo regentaba la Paca, una mujer de unos 70 años, coqueta, de porte menudo. Como atavío laboral se adornaba con bata y zapatillas caseras, imagino que para no mancharse. En su afán por quitarse años, lucía una peluca rubia con rizos un tanto aparatosa. Paciente las más veces, lo cual, dada la clientela a torear, ya es muchas veces. Cordial en el trato. Tolerante, no se si por principios o necesidad. Aun cuando fingía desconocimiento e indefensión intelectual, era chispa y resabiada, omnisciente. Venía de lejos: de la guerra, del hambre, de la lucha feroz por la supervivencia, de un campo de concentración donde se quiebran los sueños, infranqueable, arraigado en el alma, en los huesos y la piel. Nosotros, a su lado, eramos aficionados en el viejo arte de la picaresca.
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El albino. Museo Etnográfico de Ribadavia |
Se veía en sus ojos vivos, escrutadores, ocultos tras murallas de maquillaje barato. Era uno de los nuestros, más vieja, ya cansada, pero en pie tras un millón de golpes. Bien me la imagino blasfemando y maldiciendo por haberle tocado en suerte tratar, a sus años, con rufianes recién destetados. Hablo de los últimos años 70 y primeros 80, una época en que, casi sin darnos cuenta, habíamos pasado de vestir pantalones cortos y bailar pudorosamente en guateques parroquiales, a convencernos el cuerpo con narcóticos y alcohol. Barbados, melenudos, como Cristos endiablados, abandonamos la cruz de una existencia convencional para corrernos una juerga de varios años y un día. Con tal bagaje de ritmos entrábamos en la Paca, como corceles desbocados, hasta la mesa grande del fondo, frente a una vieja cocina sobre la cual reinaba un tocadiscos del pleistoceno donde permanentemente sonaban la Janis, Asfalto, Lone Star, Deep Purple, Uriah heep o los maravillosos Jethro Tull. Nosotros mismos, a menudo, pinchábamos los vinilos y a menudo, por motivos adivinables, con mala puntería, lo cual enervaba enormemente a la buena mujer que, a grito pelado, intentaba insuflar algo de mesura en nuestro anárquico comportamiento.
Incluso entre los grupos de jovenes marginados de aquella época había clases: era la nuestra y la que, mayormente, pululaba por La Paca la más humilde, ni manejábamos, ni lo pretendíamos, nos bastaba salvar el día con un buen divertimento.
La Paca era, digamos, zona libre. Nunca hubo guardias en la puerta. Y aunque Hesse, Kerouac, Whitman o Bukowski ocupasen también nuestra mesa, no nos reuníamos allí para leer obras literarias, en tiempos, prohibidas, ni regalarnos el oído con nuestras últimas poesías; lo hacíamos para fumar, beber, decir y hacer chorradas con mayor o menor fortuna pero que nos prestaban la hostia, cuestiones estas, que en otro sitio nos censurarían, con razón: y es que, las mesas, como nuestras cabezas, impolutas y lustrosas a las seis, tenían llagas de vino, licor café, quemados por todas partes a las diez, cuando, con los ojos vidriosos y tambaleando, cantando, colgados unos de otros, camaradas del alma, a buscar quien sabe qué, por los vinos, dios mediante , nos aventurábamos. ¡¡Santa Paca!!.
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