Os lo agradezco y os animo a ello: hoy me envía esta colaboración Rafael López Villar, os recomiendo que aprovechéis y lo acompañéis a dar ese Paseo...
Hay momentos en que los dioses permiten, momentos en los que el clima acompaña, momentos en los que las circunstancias invitan, y se puede asistir a sucesos cotidianos extraordinarios. Siempre que paseo por Orense los ojos de los soportales parecen túneles que el tiempo dispone, e invita a traspasar para trastocarse, para enredarse en su transcurso y poderse asomar a otros momentos que las piedras guardan celosamente grabados en sus entrañas, personas y personajes que dejaron su impronta tallada en ellas a su paso. En Orense la lluvia es paisaje, y memoria, cuando el paseante mira con los ojos más allá de las caras que se cruza y del tiempo en el que parece vivir.
Todas las calles son caminos temporales que discurren en un plano habitualmente rígido, lineal, inaccesible en su transcurso. El tiempo que todo lo ve pero nada concede se vuelve dadivoso, maleable, generoso con el paseante.
Es así como un paseo por el Paseo, de Orense, en un día lluvioso, aparentemente desapacible, puede convertirse en una experiencia de reconfortante intimidad. Es así que mis 65 años, con los que empecé el recorrido, se habían convertido en veinticinco al llegar al Parque de San Lázaro y en diez, en apenas diez, cuando de nuevo empecé a oler las garrapiñadas que marcan a los sentidos el final del paseo, el extremo del Paseo.
En ese tiempo pude ir viendo a las señoras sentadas en el Miño, escrutando a los paseantes, escrutando, en realidad sus vidas, y rellenando los huecos que por ignorados, por supuestos, resultaban más interesantes y jugosos de comentar. Esas señoras que a mi madre tanto le preocupaban desde la distancia de Madrid y que provocaban la recomendación que siempre me hacía, y que podía volver a escuchar, cuando en plena época hippie y rebelde me recordaba en la estación, justo antes de partir para Orense,: “si vas a pasar por el Miño, vete bien vestido”, magnífica invitación para ir vestido como me diera la gana. “Aunque tú no las conozcas, ellas sí te conocen a ti”, como si con la edad que yo me gastaba el reconocimiento fuera diferente a lo que sucede con un cristal polarizado, que si tú no ves a los que están al otro lado tienes la sensación de que tampoco ellos te ven a ti.
Me encontré en mi paseo por el Paseo de Orense con tantas personas queridas, recordadas, en muchos casos añoradas, que, como siempre sucede en los momentos en los que la magia toma el control, el alma se va invadiendo de una felicidad calma, lluviosa, de pompa sin ruido, de charco que no moja, de sonrisa sin rictus. Saludé a personas y a lugares que hace tiempo que solo residen en las esquinas de la lluvia y la memoria, de la piedra y el recuerdo. A Marujita Manzano, la gran amiga de mamá, a Marite y Gloria Vilanova, al chalet de los Losada, a las sesiones vermut en el Auria, a la Tía Natalia y al tío Juan con su sombrero y su chaleco irrenunciables, con esa piel de color blanco casi transparente, al tío José Luís, el filósofo, siempre del brazo de la tía María Joaquina, a los helados de La Ibense, y a la pastelería “Ramos” que conformaba el otro extremo goloso del paseo. Goloso y aromático. Me encontré conmigo mismo saliendo del Losada con mi padre de ver mi primera película: “Globo Rojo”. Tantas personas a las que saludar, recordar, recuperar en ese paseo mixto de tiempo y espacio, de clima y recuerdo. Paso a paso iba devanando mi memoria y paso a paso los recuerdos, y los recordados, se unían a mi paseo. Unos se quedaban conmigo, mi primo Santiago, siempre presente, otros saludaban al pasar, algunos se paraban a compartir y representar charlas que no había olvidado.
Tanto en la ida como en la vuelta los pasos eran pausados, de los que se recrean en el espacio para no perderse el tiempo, para no perderse, por apresurados, un recuerdo más perezoso que pugnando por salir pudiera sobrepasar antes de que se manifestara. Tanto a la ida como a la vuelta me visitaron personas, lugares, recuerdos, palabras, que sin pertenecer al entorno del Paseo si eran invocados por las personas y los momentos que iban apareciendo. Cincuenta años largos en dos largos del Paseo, en ese deambular de ida y vuelta, pausado, expectante, un poco exhibicionista, que era su forma natural de ser recorrido. Es un recorrido corto en el tiempo que transcurre, pero extenso en el tiempo recorrido. Un tiempo extendido en los recuerdos de Papá, del tío Julio, de personas y sucesos que nunca viví porque no había nacido, memoria heredada que siempre me vinculó a una ciudad que siendo la mía, apenas fue mi residencia permanente.
Y de nuevo el olor de las garrapiñadas que me despidió al iniciar mis pasos, la luz del escaparate de La Viuda que me reclama para una última representación del pasado, comprar un libro tal como hacía el Tío Toñito cada vez que llegaba a pasar parte de mis veranos a su casa. Y en ese acto se incardinan dos situaciones: empezar a evocar la Plaza Mayor, allí donde me esperaban mi pandilla, mis primeros amores, mis últimos juegos, y el despertar a la realidad del momento presente, aunque la ensoñación pareciera tener todo preparado para evocar más y más recuerdos.
Pero seguramente ese será otro viaje, otra lluvia, otras piedras, otro tiempo y otro momento, que ya me producen un cierto anhelo, una melancolía húmeda y dulce que me predisponen a recorrerlo. Cuando los dioses lo permitan, cuando el clima lo acompañe, cuando las circunstancias me inviten.
GRACIAS RAFAEL...
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